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A quien corresponda

  • Foto del escritor: Mayte Montero
    Mayte Montero
  • 17 dic 2020
  • 4 Min. de lectura

Max Ernst, Edipo Re, 1922

Por Mayte Montero

Sin ánimo de incomodar a nadie, y lejos de plantear algo científico, por este conducto le puntualizo algunas de las observaciones que he ido estudiando y analizado a lo largo de un tiempo. La inquietud que me llevó a investigar sobre el tema que señalo en este pliego, es la forma de crianza por parte de la madre latina para con sus hijos. Directamente, me abocaré a escribir sobre este estilo de educación en países como México y Argentina, en donde parece ser que la figura materna alcanza y supera, en ambos casos, el prototipo de madre que se enfatiza en algunas películas, en las cuales se revela el comportamiento de ésta a través de la comedia o del género trágico. Existe la posibilidad de que algunas de las características del resultado de este modo de instrucción se pueda de igual manera observar en otras culturas, si así sucediera, le pido a Usted lo señale en su contestación.


Hace unos años estando en la Universidad en México, un psicólogo argentino, cuyo nombre no recuerdo, dictó una conferencia sobre el complejo de Edipo (por cierto, tópico complejo del cual, querido lector, no voy a profundizar). Para esas fechas me quedó muy marcada su preocupación por el fenómeno que se genera en los integrantes de las familias latinoamericanas (portento que detallo en el párrafo siguiente); desde ese momento poseo la maña de observar la interacción afectiva entre padres e hijos con los que tropiezo en toda clase de contexto. En aquella ocasión, terminando la ponencia, subí de inmediato al metro para ir a casa a echar un ojo.


El escenario que planteó el analista gaucho fue el de un hogar con cuatro integrantes, el padre, la madre, un hijo y una hija. Explicó la dinámica afectiva que se va gestando en el tiempo: el padre por lo general, dentro del día a día, se aísla y se ocupa de su trabajo sin poner mucha atención a su esposa ni a la crianza de los hijos; ésta, percibiendo la ausencia de interés hacia ella y sus hijos, se concentra de forma no tan consciente, en cubrir el vacío que le causa la falta de disposición que advierte de su marido (y que a su vez vivió de niña con el poco afán de acercamiento de su padre hacia ella y su hermanos). Este tipo de convivencia produce en los integrantes del clan, un círculo vicioso difícil de romper: los hijos recibirán la mirada permanente y, por desgracia, castrante de la madre, dando como resultado que el varón comience a desarrollar un rechazo a la imagen invasiva de su madre, proyectándolo de manera infalible en sus próximas relaciones con otras mujeres. La hija, por otro lado, comenzará a soñar con un personaje ideal que le brinde una vida más contenida y completa, depositando en sus futuras parejas un esmero casi barroco que derivará en un excesivo y casi asfixiante cariño.

Así que, uno de los pronósticos (un tanto angustiantes) que arrojó el Doctor antes de cerrar su charla, fue que este tipo de historia familiar se podría repetir hasta el infinito, y que peculiaridades tales como sobreprotección, castración, falta de libertad y dependencia (sobre todo de la mujer hacia todos los integrantes de su núcleo) se irán pasando de generación en generación.


Creí, querido lector, tener la obligación de marcarle los síntomas que existen en ambos casos con el motivo de que las tome en cuenta y, poco a poco, si usted lo considera viable, lo pueda comunicar en su entorno a fin de que, con el tiempo, se modifiquen las dependencias emocionales que hasta ahora se han ido trasmitiendo de generación en generación en determinadas familias mexicanas y argentinas, encabezadas la primera por la tan popular “Mamacita querida” y la segunda por la “Vieja” (o haciendo mención de sus ascendientes por la célebre “Mama mía”).


Ambos prototipos de mujer pueden llegar, de manera no consciente, a desvirtuar el amor que le proporcionan a sus seres más queridos. La sobreprotección a los hijos los limita en casi todos los aspectos de su vida; les nubla el carácter y las aspiraciones, impidiendo brotes de libertad que les permitirán ser felices de manera auténtica, sentenciándolos a cumplir los deseos ideales de perfección que se les imponen desde pequeños, y que tanto la madre y el padre distan mucho de cumplir. En fin, un panorama nada agradable ni deseado para nadie.


Sin más por el momento, me despido, querido lector, con el siguiente poema de Borges titulado “El Remordimiento”, quien lo escribió cuatro días después de la muerte de su madre:

“He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. No he sido feliz. Que los glaciares del olvido me arrastren y me pierdan, despiadados. Mis padres me engendraron para el juego arriesgado y hermoso de la vida, para la tierra, el agua, el aire, el fuego. Los defraudé. No fui feliz. Cumplida no fue su joven voluntad. Mi mente se aplicó a las simétricas porfías del arte, que entreteje naderías. Me legaron valor. No fui valiente. No me abandona. Siempre está a mi lado La sombra de haber sido un desdichado.



Mayte Montero

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